Sábado 22:07
Ella se levanta de la banqueta de madera. Lo hace de golpe. No demasiado rápido, pero sí con la seguridad que otorga saber que será la última vez que lo haga allí. Va a cruzar esa puerta que ya solo es de ida. No hay vuelta para el desprecio. Ni se entra por puertas donde no habita el respeto.
Él debe estar justo detrás. Ya no le importa. Está tan lejos de ahí que no puede verlo. Ni siquiera olerlo. El ruido de las copas, los vasos, voces, música ha desaparecido. La gente. Solo escucha el golpe en sus oídos de las palabras de él. La crueldad de esa mirada se le enrosca en el pelo y se queda ahí quieta como un voyeur hiriente alojado en lo más hondo de sus rizos.
Se cruza el bolso. Cruza la puerta.
Jueves 1:17
Ella piensa en qué momento todo fue una gran mentira. La duda antes le creaba ansiedad, ahora ni tan siquiera le importa. Están en un bar. Él llora. Lo mira y lo abraza fuerte, mientras se da cuenta que ha llorado demasiadas veces junto a ella, pero nunca por ella. O por ellos, por los dos. Por algo mutuo. Por una pena compartida. Llora solo por y para él.
Ella también ha llorado, demasiado en tan poco tiempo... Tanto como no recuerda haberlo hecho en muchos años. Pero llora sola. En silencio. Porque no entiende nada. Llora porque lo entiende todo. Porque no merece que le haga daño. Gratuito. Absurdo. Porque se da cuenta que aún espera de las personas. Y eso le duele más. Porque la arrastra. Porque la besa, le canta. Baila agarrado a su cintura y se la come a besos. Le hace girar y girar para luego lanzarla a veces a sus brazos, otras contra la nada.
Esa noche él llora en ese bar. Y le pide ayuda. A ella. Le pide ayuda para apartarla de su vida. A ella. Para que se aleje. Porque ella no tiene cabida en su existencia plagada de tópicos. Donde la monotonía de amores apagados cree que va a salvarlo. Soluciones cómodas a corto, medio, largo plazo. Hipotecas sin intereses. Ella lo complica. Le hace tambalear y no puede permitirlo. Le suplica de nuevo ayuda chocando su frente con la suya. A ella... Mientras la devora a besos, mordiscos, abrazos, sexo apocalíptico. Como si se tratara de la última noche del mundo. Rodando como tantas otras noches, mañanas por su cama. Su cuarto japonés.
- El mundo no se acaba hoy.
Le dice ella agarrándole la cara entre las manos. Lo mira fijamente. Seria. Casi no queda atisbo de tristeza, solo decepción.
- Eres tú el que pone fin a este mundo. El que decide perdérselo. Así que ya vale de llorar.