viernes, junio 05, 2009

LOS AVIONES

02:00 AM


Ella se dirige a la habitación. La habitación verde. Está vacía. Inmensamente vacía como las calles, como las horas que millones de relojes marcan durante el resto del día por la ciudad. Pasos lentos como el sonido que marcan esas agujas que giran al revés, cucos que salen sin entusiasmo a avisar de más horas. Horas marcadas por tráfico que transita entre sábanas y calzadas. Entre sueños y noches rotas. Entre noches de pasión y noches anodinas. Un cóctel explosivo de sentidos.
Lleva una copa de agua que apoya en la mesilla. Antes bebe un largo sorbo, paladeándolo como si fuera una copa de exquisito vino para compartir en el lecho con un amante. No uno más. No cualquiera, sólo el que su cuerpo llama cada noche, a veces de manera susurrante, otras como esa noche a gritos. Él.
Su cuerpo se estremece de repente mezcla de frío y terror. Como si el monstruo que se esconde debajo de cada cama, de cada somier, fuera a salir en cualquier momento y atraparle las piernas con sus garras. Por sorpresa, a traición. Mira el reloj y se ríe de sus propios fantasmas. De ese miedo a la soledad, que ella misma desea. Soledad buscada y hallada. Lo que deseamos nos asusta. Como nos asusta lo que no queremos.
Sonríe pensando en el lunar que tiene en la espalda a la altura de la nuca. No quiere que lo toque. Como si fuera el botón que dispara todas las alarmas de su cuerpo delgado.
Se acuesta en el lado derecho. Siempre en el mismo lado. En posición fetal. Se encoge y lo siente al instante. El frío gélido y punzante que le atraviesa la cara, los hombros, le resbala por la espalda y le acaricia con manos de hielo el pecho con mezcla de fuerza y desinterés, pero con la amenaza latente de que se queda ahí. Caricia no deseada, ni buscada.
03:00 AMNo puede dormir. Da vueltas. Gira y vuelve a girar. Como el cuarto verde. Verde esperanza cantan poetas, verde relajante dicen, verde para los niños, para los enfermos, para la gente triste… Para ella sólo un color más. Sólo desearía gritar en ese instante a todos esos que inventaron hermosas historias sobre el verde, y traer secuestrada a la Esperanza a esa maldita habitación, tumbarla y atarla en esa cama noche tras noche y preguntarle después de un tiempo si no es capaz de extinguirse, de morirse ella misma en su propio desaliento.
Se ha perdido. A veces le ocurre cuando hunde la nariz en la almohada y encuentra otros olores. Le recuerda los cuerpos que desfilaron por ese cuarto, que desfilan como muñecos de metal recién pintados. Cuerpos que le sobran, que a veces trajo pensando que en ellos encontraría el suyo. Que él arrastro a las sábanas pensando que debajo de las capas estaría ella. Han arrancado vestidos, camisas, botones, piel, buscando lo que ya habían hallado. Qué ignorantes…
Y ahora hay una mezcla empalagosa de aromas baratos, de colonias caras de mujer, de olores de hombre que no son el suyo. Él no tiene olor, ella tampoco. Le da la vuelta a la almohada y es cuando éstos desaparecen. Y desaparece la desazón que le atrapa el interior como un guante de hierro.
Se tumba atrapada en esas sábanas que están en perfecta alineación con sus caderas, sus piernas. Cuerpo trazado con prisa por un dibujante inexperto.
04:00 AMDe repente una caricia sobre el cuello, casi imperceptible, como un resbalar sin querer las yemas por la nuca hasta el principio de su espina dorsal. Escalofrío de calor. Y recuerda. El ruido de los aviones de fondo, puede oírlo. Y al final de la calle un tugurio. El bar casi escondido. Lugar clandestino como ella. Sólo varias personas tiradas sobre la barra. Borrachos de alcohol y carentes de sexo. Hambrientos de todo.
El cruce de piernas sobre la banqueta. El ruido del avión todavía planeando sobre su mente, y esas palabras que le recuerdan que le han abandonado en un aeropuerto, en una puerta de embarque, como se deja el equipaje que no cabe, que sobra…
Y el hombre que entra. Viene también del aeropuerto lleva una maleta negra, como el rimel que le surca los ojos. Y la mira y se sienta a su lado. Ella quiere llorar y bebe un trago largo y rápido. Él le pasa los dedos por los ojos y le quita todo rastro de oscuridad. De tristeza reciente. Y le habla del retraso de su vuelo. Que es de otro país. Ella no escucha el nombre del lugar, pero deja que la mire y la desnude con los ojos. Esa noche sí. Esa noche no le importa que la posea un extraño. Siete horas les separan cada día, dice él sonriente sin dejar de mirarla. Ella está borracha y piensa que debe ser de muy lejos. Y siete horas hasta que salga su avión. Y risas y más copas. Él también empieza a estar ebrio.
El hostal está tan perdido como el bar. Es sucio. Pero huele a limpio. Se dejan caer sobre la cama. Lo mira y descubre con sólo aspirar, sin tan siquiera tocarlo, que ese cuerpo está esculpido para ella. Sólo tiene siete horas para fundirse en él. Él la mira y le quita despacio los zapatos, las medias, el vestido de tirantes que le muestra, lo que ha mostrado a otros, a muchos, en esencia ninguno. Mujer abandonada como una maleta. Dice ella riendo. Él pone su dedo sobre los labios de ella y le dice no con la cabeza. Ella ya no ríe y lo mira. Él la besa.
Siete horas más tarde en la calle se rompen en caricias rápidas y besos como mordiscos de pasión de adolescentes. De portal en portal, de esquina en esquina. Los aviones les miran de fondo. Con la respiración entrecortada se despiden en la entrada. Ella se aleja colocándose el vestido, con el pelo revuelto, escuchando el ruido de sus tacones y de fondo los primeros bostezos, los primeros despertares.
Ahora el aroma como ese día comienza a transitar por su cuerpo. Ya no está encogida como un bebé, se gira, se mueve, se arrastra y retoza entre sábanas blancas y caricias absurdas sin manos y se deja llevar, dónde sea que quiera llevarla él esa noche. Duermevela.


05.00 AM
Él está allí. La cama no está vacía. No está fría. Quema. Sabe que está dormida, pero no le importa. Qué importa. Él ha venido esta noche. Y le mira. Cómo le mira… Como le miró el primer día.
Hace tiempo que su inexistente olor y serena esencia han llegado hasta puntos de su cuerpo que ella misma desconocía y que cada noche que viene, que aparece, le descubre y le cuenta al oído después. Esa noche ni siquiera la toca. Pero la sigue mirando. Y los dos ríen. Con la risa cargada del opio amargo y empalagoso que envuelve el deseo. Con la risa que sale del interior del cuerpo y del alma de los amantes.
Y se pierden entre abrazos, caricias inexistentes, reales. Se hunde en el interior de él, en el suyo propio. En las entrañas de su propio deseo, de su propio sueño, de su amante, de ella misma.

09.00 AM
Despierta. Está despierta. Siempre a la misma hora. Siempre en el mismo instante. De golpe.
Se levanta. Y comienza a oír el ruido de la calle. Los coches. Los niños en los colegios, los relojes…
Jaula de tela que encierra anhelos y encuentros apasionados. Son ellos los amantes. Que no escapan de la tortura de las noches y los días. Pero esa noche le llamó y él vino. Le ha llamado y ha contestado. Lo ha buscado y lo ha encontrado. Como tantas veces. Como viene siempre que ella lo llama. Como acude cuando él reclama su cuerpo, que acerque su espalda a la suya, que enreden las piernas hasta hacer un nudo imposible de soltar.
Son las 9 de la mañana, la luz entra con fuerza por la ventana. La abre de par en par. La mira y ve que no es su cama. Ni siquiera las paredes ya son verdes. Verde esperanza que le cantan. El suelo tampoco es de madera, ahora en cambio es de cerámica, y a cada paso la cerámica va tomando sus formas y dibujos originales. En el marco de la puerta, que ahora es mucho más alto, se para un instante antes de salir. Se queda quieta sobre esa baldosa que mañana tras mañana le hace tropezar, por una esquina rota que hace que sobresalga sobre las demás. Aspira y lo sabe, lo siente, hasta puede escuchar los aviones de fondo. Ha dejado de ser el cuarto verde como tantas noches. Siete horas después, o siete antes, siete horas más o menos qué importa dónde…