jueves, julio 19, 2018

La serena vejez de los perros




Hoy Jazz cumple 13 años. Tan bella como siempre. Plagada de felicidad y achaques. Y es una necesidad, como la suya de seguir saludando a todo el mundo por la calle, sobre todo en los semáforos, escribir este post. La vejez de los perros es algo que demasiadas veces pasamos por alto. Y sí, los perros se hacen mayores. Y luego se hacen yayos.

En mi caso, Jazz ha pasado desde los 8 años tal cúmulo de odiseas y enfermedades crónicas y varias que ha sido algo menos extraño. Aún así es una transición en la que nos necesitan más. Mucho más. Muchísimo más. Sí, ya sé que me repito. Pero es importante. La vejez en los perros es una época nueva. Como lo es cuando un cachorro llega a tu vida. Y hay que estar atentos a sus cambios. Sus posibles dolores o problemas. Sus nuevas necesidades.  Porque no se quejan constantemente como nosotros en nuestros peculiares concursos humanos de dolencias y malestares. Ellos nunca. Pero nos hablan constantemente. Con la mirada.
Jazz en los últimos tiempos ha cambiado la dieta, come 4 veces al día para digerir mejor. Y le cocino y voy loca para no saltarme horarios. Y no falta quién piensa o me dice que no puedo hipotecar tanto tiempo de mi vida por un perro. Me perdonarán pero yo siempre a esas personas las imagino dejando a sus mayores en residencias con sofás de sky con vistas a una calle triste y yendo cada vez menos a visitarles. Mientras pienso la mala suerte de no haber sido queridos por un perro.

Hace tiempo que noté que Jazz no respondía igual a cualquier estímulo. Desde hace unos meses no oye. Nada. Fue de repente. Intenté imaginarme que de un día a otro me quedaba sorda. Ella ni protestó. Asumió que me había vuelto un mimo torpe y plasta que todo se lo decía gesticulando. Y ahora, miento, al poco tiempo, nos seguíamos entendiendo como antes.
Y por supuesto yo le sigo hablando las 24 horas del día. Que estoy escribiendo un libro en el que se llama Robin, muy apocalíptico como nos gustan, y ella es la protagonista. Le hablo contándole hasta lo que yo no sé.

No gira la cabeza dejando caer su larga oreja hasta el suelo cuando le hablo. No salta cuando me levanto a por comida. No corre a saludarme cuando abro la puerta. Pero me mira. Igual. Con su mirada atenta, noble que aturde de tanta belleza y fidelidad.
Se levanta de un salto casi siempre porque vive pegada a mí. Más aún. Sí. Así siente cualquier movimiento. Y me sigue igual. Más despacio. Mucho más. Aunque sé que ella querría seguir yendo con prisas a todas partes. Pero ve poco y mal.

No viene al galope cuando meto las llaves en la cerradura, porque cada vez que me voy se queda pegada a la puerta. Tengo especial cuidado al abrirla por si está dormida. A veces antes doy un golpe en el suelo para que sienta la vibración. Y se revuelve. Y oh, sí, llega el claqué. Baila. Claqué clásico. Cada vez. Bailamos. Siempre. Como el primer día. Solo que ahora bailamos lento.


Felicidades Jazz. Tanti auguri mi dama tricolor. Lo más bonito della mia vitta!