 Tienes los ojos azul turquesa. ¿Nunca te han dicho que se parecen a los de Paul Newman? Cuántas veces habremos dicho esta frase a alguien, a veces porque el bar y el momento era propicio y otras porque era cierta. Pero ninguno de esos pares de ojos, por muy azules que fueran, muy penetrantes o muy bonitos eran como los suyos. Siempre fallaba algo, el que no pecaba de blando, lo hacía de cursi, o no transmitía ni de lejos lo que transmitían los suyos.
 Tienes los ojos azul turquesa. ¿Nunca te han dicho que se parecen a los de Paul Newman? Cuántas veces habremos dicho esta frase a alguien, a veces porque el bar y el momento era propicio y otras porque era cierta. Pero ninguno de esos pares de ojos, por muy azules que fueran, muy penetrantes o muy bonitos eran como los suyos. Siempre fallaba algo, el que no pecaba de blando, lo hacía de cursi, o no transmitía ni de lejos lo que transmitían los suyos. “La gata sobre el tejado de zinc” una de mis películas favoritas de Newman, puso en guerra sus ojos con los de Elizabeth Taylor. Ese hombre atormentado que se comió las paredes, las muletas y el resto del reparto, para encerrarse con los de la pequeña y grande Elizabeth dentro de una habitación y hacernos estremecer en el asiento.
Siempre se habla de James Dean como el rebelde por excelencia, aunque para mí nadie interpretó como Paul el dolor y la rabia. La ira y la rebeldía, el ser la pieza del puzzle que sobra y el tener que vivir en un mundo que no soporta y con la complicidad interna latente de que no podrá hacer nada para que eso cambie. Ojos claros sin un ápice de cursilería que caminan amotinados contra el mundo. Sólo los suyos.
Demostró con una amplia y prolífica carrera, que no era sólo un guapo más de la época dorada de Hollywood. Que era un actor que hacía temblar los cimientos del plató cuando lo pisaba.
El premio. Aborrecí la alfombra roja y ese mal café que tuvieron década tras década, mucho antes de haber tenido la suerte de cruzar su mirada con la mía, por no otorgarle ninguna de las estatuillas del impertérrito, tieso y brillante amigo Óscar que tanto merecía. Se la entregaron cuando ya era mayor, por un remake en el que jugó como sólo saben jugar los grandes. Puede que tampoco le importara demasiado. Como seguramente no le importaron los millones de mujeres que suspiraban a su alrededor y desde nuestras casas.
Hasta eso lo hizo bien. Casado en dos ocasiones, convivió durante medio siglo con su segunda mujer, hasta el final. Algo que me hace reafirmarme que tras esa mirada imposible de copiar, y menos de imitar, algo así como la renombrada sonrisa de la Gioconda, se escondía un hombre normal. Una normalidad arrebatadora y maravillosa.
He estado alejada por unos días de todo y una vuelve y se entera de que Paul Newman ha muerto. Un actor que en mi opinión y a pesar de grandes películas, su mejor pareja en las pantallas, la más apasionada, compenetrada y genial no fue con ninguna mujer, sino con un rubio platino: Robert Redford. Dándonos a todos “El golpe” o demostrándonos que el Destino puede unir a dos hombres.
Paul Newman no debería morir. No debería permitirse que sucediera. Es como si el cine, una parte de él también lo hubiera hecho.
 
 
 

