viernes, julio 14, 2006

Calor

Hace calor, demasiado. Un calor que se vuelve hiriente y se adhiere como un dolor de muelas que no pretende dejarte dormir, por más vueltas que des en la cama.

Por la noche revivo, no sé si como los vampiros y demás seres nocturnos, o simplemente porque los dioses de vez en cuando deciden resoplar y bufar mientras nos ven de lejos y gracias a sus ironías y protestas, se sienten vientos ligeros. O porque nací bajo el estigma del que dormita de día y despierta con la fuerte luz de la noche.

Estoy, pero no estoy. Hablo, pero tan apenas se me oye. Me aguanto aún menos que de costumbre. Adoro el mar y por ese motivo aborrezco las miles de chanclas, colchonetas y sombrillas que se le clavan en las entrañas cada segundo. Las neveras que enfrían su piel de arena con hielos de maquina y las toallas multicolores que la cubren como tiritas molestas de esas que no se despegan y siempre dejan marca. No voy tan apenas a la playa en verano, sólo lo justo para recordar como es de atrayente, fuerte, y bello el mar, cuando nadie más que algún impertinente como yo le molesta en otras épocas menos calurosas. Porque al mar le adoro tanto como le temo.
Así soy yo en verano. Como solía definirme mi padre: más impertinente que un abuelo sin tabaco.

Hay mañanas que no me encuentro, miro primero debajo de la cama, que es donde siempre se esconden los monstruos de la noche, luego en la terraza, detrás de los muebles y entre esquinas con polvo de otros tiempos suelo encontrarme.
Aunque he de confesar que casi todas las veces me hallo entre tejados, donde he pasado la noche intentando descifrar que se dicen los gatos cuando creen que todos dormimos.