sábado, julio 11, 2009

CANTOS DE SIRENAS













El olor era nauseabundo. Era una mezcla entre pescado, sal, arena, y un hedor causado seguramente por las algas más muertas que vivas, por mucho que intentaran moverse, que llevaba pegadas en un costado.
− Sé que apesto. No hace falta que sigas hablando conmigo disimulando. Tienes el rostro desencajado.
Negué con la cabeza, al tiempo que la giré para que no viera que me sobrevenía una arcada.


− No sé quién comenzó, siguió y continuó inventando esas absurdas leyendas, historias pueriles sobre nosotras las sirenas de los mares y océanos, o cómo os de la gana llamarnos. Como si fuéramos princesas de plástico. Diosas del sexo y amor con las que jugar en vuestras fantasías nocturnas y sueños adolescentes.


− Toda leyenda siempre suele tomar un cariz absurdo con el tiempo – le dije yo, por decir algo.


− Ya.
Era casi de noche, pero se podía ver a la perfección cada detalle, desde su cuello terso, sus senos rayando la perfección, redondos, blancos y sonrosados, sus brazos marmóreos y hermosos, su cabello lacio que tapaba uno de ellos como sin querer hacerlo; hasta la nube de insectos que como un gorro de playa de hace décadas se arremolinaban alrededor de su cabeza.

− Y antes aún era peor. Hubo tiempos en los que se nos persiguió sin tregua.
Dijo ella dando un coletazo en la arena con su larga cola de pescado, con escamas duras, bastas y malolientes residuos de ese fondo marino del que me hablaba y me hablaba.
No dudé que fuera tan impresionante como lo describía. Podía dar fe de ello por mis insulsas incursiones como submarinista aficionado y los documentales que pasaban por el canal de la siesta, pero en ese momento, sólo sentía el olor, lo que parecían restos de coral en la parte de la cola por donde entraban y salían una especie de bichos negros y las inmundicias humanas que se le habían ido adhiriendo por nadar tan cerca de las playas.

− Como los naufragios o las muertes de marineros de antaño. Será posible… Salir del agua después de tanto tiempo te hace tener los oídos completamente taponados. ¿Nadie se ha preocupado de pensarlo? Pero supongo que es más fácil inventar que nuestros chirridos enloquecedores causan las muertes de aquellos que no supieron doblegar al mar. Intentamos cantarles y por cierto, solemos intentarlo con las canciones que se escuchan en los hoteles, las casas que cada día metéis más cerca del agua. Sólo por resultar educadas, un minuto y no cantaríamos como locas, pero nada. No he escuchado a ningún humano cantar bien con los oídos tapados. Cantos de sirenas…

− Ya, es cierto − dije yo. Sin poder quitar mis ojos de una pequeña espina que llevaba entre los dientes.
Aún así, pensé que dentro del agua, no notaría el olor, tendría la posibilidad de ver maravillas prohibidas para cualquiera que no tuviera aletas y tocar esos senos cuando quisiera.
Ella me extendió la mano y se la di, era áspera, dura como sus escamas, y con las uñas rotas, desgarradas y sucias. Di saltitos en la orilla. No soporto las uñas sucias.
− Qué te ocurre, pensé que después de esta noche estabas decidido a venirte conmigo.

− Es que está el agua un poco fría ¿no?

− Ya…

Dijo ella alejándose sin darme tiempo a reaccionar, dando fuertes coletazos dejándome el olor aún palpable a pescado a punto de pudrirse, escuchando su voz dulce aunque algo desentonada, cantando de lejos el estribillo de una canción hortera de las noches de verano.