domingo, noviembre 04, 2007

Diplomático


A veces uno se pregunta ciertas nimiedades, yo me pregunto por qué elegí estudiar para llegar a ser diplomático.
Creo que fue porque cuando era crío, un puto enano, sólo quería meterme en medio de las visitas que recibían en casa. Ponía cara de interés para que me introdujeran en sus charlas. Conversaciones que no eran nada más que pura y asquerosa demagogia sobre la situación política de tal o cual lugar, basura de “culturillas” ganadores de Trivial en equipo; pero a mí me encantaba. Juntaba las manos en la espalda y en posición de mayordomo enano de casa de un Lord inglés, miraba, sonreía, gesticulaba y admiraba la situación, que terminaba siempre igual: ¿A quién quieres más a tu mamá o a tu papá?
Me largaba a mi cuarto cabreado. Supongo que fue en una de esas huidas, cuando decidí que el día de mañana sería diplomático. No sabía muy bien lo qué significaba pero quería serlo.

Ahora mi oficio me sienta como un traje de rayas de dicho nombre, de poliéster, hecho con todas ellas sin casar y a máquina en una fábrica clandestina.
Odio a la gente. No a toda. Tampoco les odio. Es un término, muy poco diplomático, pero no les aguanto. La complicación para mantener una relación normal con el ser humano se me hace cada día más insoportable, me resulta más insalvable, a pesar de tener todas las respuestas y todas las preguntas, de ser un manual que anda y se mueve, para que el trato y el resultado sea perfecto si a mí me sale de las narices. Ya no me sale.
Sólo quiero que me dejen en paz. Bonito término. Imposible hacérselo entender. Nadie te deja en paz. Nunca.
Soy un diplomático sin amigos. Me cansé de buscarles las cosquillas por todo el cuerpo, incluso si era necesario en sus asquerosas plantas de los pies, para que rieran. Me harté de sacarles los palillos ardiendo de entre los dedos para estar a su lado cuando cayeran las lágrimas, y recibir la consiguiente palmada en la espalda: esta vez te has portado, te has ganado el punto para la siguiente fase.
Dejé de reír y llorar a su lado. Era una tarea demasiado ardua y sobre todo absurda. Demasiadas preguntas, demasiadas complicaciones para una simple charla. Una maldita caña en un bar cualquiera.

Ya no saludo cuando paseo a la mayoría de la gente que conozco y con la que tendría unas charlas fáciles y sin complicaciones. Nadie sabe de qué hablar en estas situaciones, son como una subida en ascensor, pero en el exterior de una calle. Yo sí sé. Lo he estudiado, pero ya no lo hago. Las evito. Es más suelo mirarles para girarles la cara después.

Supongo que el día que deje de sujetar la puerta a las señoras gordas en los centros comerciales, o me lance para quitarles el sitio a las viejas en el autobús habré tocado fondo. O habré alcanzado el cielo, según como se mire…