domingo, septiembre 24, 2006

El arte del miedo


Hace ya más de un año, cuando comencé mi andadura por estos lares escribí
La Ausencia
Unas cuantas líneas sobre la horrible sensación de ausencia que crea el perder a alguien. Líneas que con su permiso (el de ellas) me gustaría continuar.

Las pérdidas de aquellos que queremos y que el ser humano sufre de manera inevitable a lo largo de su vida, provocan que comience a percatarse de que alberga en su interior poderes que antes desconocía, llegándose a sentir como un sucedaneo de superhéroe.
Esto suele ocurrir cuando el dolor y la tristeza infinita se comienzan a mitigar a intervalos, como una fiebre alta paliada por fuertes analgésicos. Es entonces cuando nota que no sólo sufre por el ser que ha pérdido, sino que de repente experimenta una increible facilidad para ver como todo se rompe alrededor suyo. Un vaso que ni siquiera ha rozado, esa galleta que cae y se resquebraja como el cristal de bohemia. No es fácil discernir en esos momentos si uno cuenta con un poder especial o simplemente se trata de algo mucho más simple: Está invadido por una horrible sensación de miedo.
Y esa invasión interior, le hace ponerse la capa e intentar volar alrededor de todo lo que quiere día y noche, para no le ocurra nada malo, para que esté seguro bajo su protección. Es un héroe y como tal tiene que conseguir salvar el mundo de todos los malos, salvar a su mundo de todos los males.Tiene miedo a que todo lo que le rodea empiece a desmoronarse como un enorme y pesado mecano de madera de colores.
Teme que caiga el suelo, lo que le obliga a caminar por el techo sin rozar las lámparas para no romper las lágrimas de cristal que penden de ellas. Más tarde sentirá que en el techo no está seguro, lo que le hará colocar colchones en el suelo por si éste cae. Para finalmente llegar a subir y bajar tan rapidamente del techo o del suelo que estos no logren caerse nunca sobre él.
Los ejércitos de recuerdos, se han atrincherado conocedores de buenas tácticas de guerrilla y son imparables incluso en los lugares más infranqueables. Lo que hace estar en guardia todo el día y provoca aún más miedo.

El miedo es un arte y como tal se puede perfeccionar hasta límites insospechados, también se le puede llenar de preciosos adornos, para casi no verlo.
Pero es cuando uno se cuelga de la lámpara más delicada y peor enganchada de toda la casa, y se balancea de izquierda a derecha dándose impulso como en los columpios del parque, cuando se atreve a endrentarse al miedo a la cara, cuando éste decide marcharse, después de acolchar ligeramente nuestra alma, para que logre vivir algo más protegida.



lunes, septiembre 18, 2006

Momento Zen

Con el morro a ras del suelo, olisqueando cada centímetro cuadrado de las calles, como si tratase de descubrir el caso más importante de una agencia de detectives privados, Jazz y yo llegamos a la plaza.
Vino corriendo hacia nosotras tambaleándose y dando saltitos sin la menor coordinación. Tenía sólo unos centímetros más de altura que Jazz, que a día de hoy centímetro más o menos, mordisco más o menos en el metro de papel de Ikea, mide unos 40 cm de altura.
Era una niña preciosa. Se paró y extendió sus manitas enanas para intentar abrazarla. Jazz la miró levantando una de sus cejas pelirrojas con aire circunspecto y me miró a mí. Padece de cosquillas crónicas y no puede soportar un abrazo. Padece también de un síndrome sin nombre, algo así como una obsesión por el saludo constante y emotivo a cualquiera que se le acerque y también a los que no, que le han llevado a recibir más de un mal gesto. El diminuto tamaño de la niña me hizo por lo tanto mantenerla a mi lado controlando cualquier movimiento de mi acompañante. No hizo falta. Jazz se sentó y la miró quedándose quieta como un perro de porcelana china.

− No tiene orejas − dijo la niña.
− Sí tiene, míralas − contesté acariciando su melena oscura y ondulada de príncipe de las galletas.
Ella me miró extrañada.
− Pero ahí no tiene agujerito como yo.
Sonreí y levanté la melena izquierda de Jazz enseñándole el oido.
− Oh, sí tiene agujeritos…¿Cómo te llamas? − continuó sin dejar de extender sus bracitos hacia ella.
− Se llama Jazz.
− ¿Y por qué no habla? − dijo muy extrañada al contestarle yo.
− Es un perrito, los perros no hablan − contesté con aire condescendiente y una amplia sonrisa ante su ingenuidad.
− Sí que hablan, pero lo hacen así: gua, guau, gua− dijo mirándome como quien ve a un bicho raro que le molesta sin parar durante toda una tarde, como quien ve a un extraterrestre verde y con antenas por el pasillo de casa camino de la cocina, en resumen me miró como si fuera imbecil.
En ese mismo momento de desconcierto, la niña se abalanzó y le dio un fuerte abrazo a Jazz mientras le decía:
− ¿Mañana vendrás a la plaza?
Por supuesto esta vez no contesté yo. Me limité a mirar a Jazz que permanecía inmovil por primera vez entre los brazos de alguien y unos segundos después a la niña que corría hacia sus padres con sus pasos y saltos desacompasados como los acordes de un músico ebrio.