lunes, enero 29, 2007

AZUL

Tenías razón. La pintura cubre la mayor parte de mi cuerpo. Sentada en el suelo rodeada de hojas de periódico manchadas, botes y pinceles echo la cabeza hacía atrás para contemplar mi obra. Ya he terminado. Son las cinco de la mañana y mi último y apasionado empeño de dar un nuevo aire a nuestro cuarto está ya realizado.
¡Qué sensación de triunfo, de placer! Instantánea. Una sensación placentera sorprendentemente efímera, como todas las que siempre siguen a la realización de mis pequeñas metas cotidianas. Esta vez al menos queda el olor, el asfixiante y empalagoso olor de la pintura fresca junto con el característico picor de ojos, sopor y dolor de cabeza. Olor que se ha ido introduciendo por mis fosas nasales durante unas horas para llegar a pintar finalmente mis pulmones con el color azul añil elegido para nuestro cuarto. Me encanta el olor. El color es horrible. Tú tenías razón, en realidad siempre la tienes. Me siento como si estuviera dentro de una carpeta gigante de las que en tiempos se llevaban al colegio cuando aún no había ni un solo Kevin Costner Jesús suelto por las calles. Si nuestro cuarto es una carpeta, nosotros somos dos insípidos folios dentro de ella.

No sirve de nada. La pintura no ha servido de nada. Nada que no sea intentar engañarme a mí misma con el exultante placer que me provoca su aroma. Tú ya no me sabes a nada, no puedo encontrarte ningún sabor por más que mi lengua recorra tu cuerpo de un lado a otro. Tengo que asumirlo. No sé cuanto tiempo ha pasado desde que mi sentido del gusto ha ido perdiendo el norte, pero ya no tienes en tu piel ese sabor a mordisco de manzana y a sal marina de Cala Tuent.
“El día que mis cinco sentidos, los cinco, disfruten plenamente al estar con un hombre, habré encontrado el hombre de mis días, pero mientras mis ojos no brillen hasta dolerme cuando le mire, las aletas de mi nariz no se agranden de la excitación de olerle, mis manos no tiemblen cuando acaricien sus manos, toquen su rostro, mis oídos no escuchen la mejor de las melodías cuando él me hable, su sabor no me erice las venas, será señal de que no le he encontrado, de que no es él. Tendré que abandonarle. No tendría sentido.”

Siempre lo digo, pero hasta hoy nunca lo había pensado, nunca me había preocupado lo que realmente quería decir. ¡Sólo era una frase hecha! Una tontería que he dicho siempre. Contigo no, es distinto, todo es distinto, desde que te conocí todo ha sido diferente, como han temblado mis manos, brillado mis ojos, agrandado mis fosas nasales, mis oídos han bailado cuando mi boca te ha besado. Porque tú eres “Tú”, nunca debí decírtelo. No puede pasarme esto, no a mí.

Voy a pensar en ti. Cierro los ojos con fuerza, no te veo, no puedo verte. Veamos, pensaré en trozos de ti. Cierro los ojos aún con más fuerza, me pican mucho. Sigo sin verte. Pienso en unas manos, pero no son las tuyas. Veo unos labios, pero no son los tuyos. Intentó recordar tus ojos, no me miran. Me lloran los ojos de tanto apretarlos, siempre que pinto me lloran. La pintura ya tan apenas huele, o quizá me he acostumbrado tanto que ya no lo noto, debe ser eso.
Corro a la cocina y comienzo a abrir los armarios tirando todo por los aires, vuelco el contenido del frigorífico en el suelo, lanzándome como una histérica a la búsqueda de mis sentidos. Engullo todo lo que cojo, el tomate, el pollo de la cena, cebollas, verduras, huevos, chupo los tarros, botes y abro los yogures a mordiscos. Ni siquiera mi propia sangre, que mana de un corte del labio tiene ningún sabor ya para mí. Seguramente me estás llamando a gritos desde el cuarto de estar, donde duermes esta noche para que yo pueda pintar, pero no te oigo. No puedo oírte.
No sé cuanto tiempo he pasado sentada entre este caos que me rodea. Opto por levantarme y comer un puñado de cereales de los que tú tomas. Cereales que siempre me han resultado insípidos, nunca me han sabido a nada y que en cierto modo aplacan mi histeria salvaje haciéndome sentir más cercana a los seres reales. No entiendo nada, absolutamente nada.

Estás dormido. Tenías la puerta del cuarto cerrada, mejor. No has oído nada. No has visto nada. No has tenido que ver nada. Me acerco a tu lado y te miro. En tu sueño haces un mohín despectivo, después de la noche que llevo sí has debido notar mi presencia. Me acerco aún más sin dejar de mirarte y huelo tu pelo rizado y fino. Aún más y acaricio suavemente con mis dedos tu hombro, muy suavemente, sólo rozándote con la zona más saliente de mis yemas, para no despertarte. Me tumbo junto a ti apoyando mi cabeza sobre tu corazón como tantas noches. Una lágrima se desliza por mi mejilla, va corriendo en línea recta hasta llegar a mis labios, que descansan inertes sobre tu pecho.
Nada tiene sentido.


Publicado en el libro de relatos del Certamen del Ayuntamiento de Calafell (julio 2006)
Revista Narrativas.

(Gracias Alfredo por la idea de darle la vuelta al escrito)

sábado, enero 13, 2007

Falda de vuelo

En ocasiones cojo las agujas de punto para lana bien gorda y me siento en la mecedora dispuesta a tricotar, observar y desgranar existencias ajenas. Es esa faceta de yaya con moño gris y blanco que no puedo, ni quiero evitar. Observo todo e invento las vidas de gente que va sentada al lado mío en el autobús, por la calle, en el mercado… Les miro de refilón y sin darme cuenta, ya que se trata de un acto tan reflejo como levantar la rodilla ante el martillo metálico del médico, invento lo que pienso que podría ser su vida.
Esto me ha llevado a encontrarme en situaciones surrealistas.
Recuerdo como si fuera ahora mismo, una noche que fui al concierto de un grupo de amigos, era la fiesta de una urbanización de ricos propietarios isleños. Un ambiente extremadamente relajado, aburrido y soso que me obligó a observar a mi alrededor. Unas niñas correteaban entre los adultos empujando y gritando. Estaban fuera de lugar y de vestimenta para su corta edad, de no más de seis años.
Observé en sus idas y venidas que el origen de sus movimientos era una mujer joven, delgada, algo ajada para sus años, vestida con una falda blanca de algodón con vuelo que le llegaba hasta los pies y una camiseta roja. Nada en ella era especialmente raro, pero nada en ella era normal. Bailaba sola al son de la música que sonaba de fondo, mientras los numerosos grupos se tomaban una copa y charlaban y nosotros hacíamos nuestro papel de fans desatados. Las niñas corrían y chocaban contra ella con sus largas melenas y sus mayas ajustadas de adolescentes. Ella les acariciaba casi sin mirarlas y sin dejar de sonreír seguía meciéndose al son de la música.
− La oveja negra de la urbanización perfecta− le dije a una amiga.
−¿Qué dices?
− Observa a esa mujer, los vecinos no la aguantan, nadie le habla, está medio ida, seguramente tiene problemas de drogas o alcohol y no se van a molestar en saber por qué. Puede que le hayan abandonado con sus dos niñas y ella sólo quiere largarse de esta mierda de lugar.
− Estás fatal − me dijo riéndose− si está tan normal con sus hijas viendo el concierto, qué ricas son...
Cuandi fuimos hacia los aparcamientos, era una noche cerrada y no había luces, una extensión de cemento y oscuridad inmens.
Junto a uno de los coches un amigo nos esperaba fumando un cigarrillo, ella estaba con él. Movía su cabeza de manera poco coordinada, y con la mano movía la falda como si siguiera bailando. Él hizo un gesto de auxilio desesperado para que nos acercáramos y fuimos hasta allí.
− Te doy lo que quieras por un cigarrillo − le repetía una y otra vez al chico acercándole su aliento cargado de alcohol. Sonreía e intentaba desplegar unos encantos que vista de tan cerca, no sólo no tenía, sino que probablemente había perdido hacía mucho tiempo. Demasiado pronto. Un rostro cargado de señales de todo tipo
− Te doy lo que quieras, pero dame ese cigarrillo y llévame contigo. Sacarme de aquí…− su sonrisa se retiró para dar paso a un puchero desesperado.
Se tranquilizó, después de conversaciones incoherentes, de ofrecer su cuerpo insistentemente a nadie en concreto, para finalmente irse.
La miré caminar en la oscuridad con su falda de vuelo blanco, un caminar cansino hacia las luces y la música que sonaba lejos. No podía dejar de hacerlo, me la habría llevado lejos con sus niñas, esas hadas diminutas con mayas apretadas para salvarlas vete a saber de qué. Era como si fuera culpa mía, como si hubiera inventado realmente su desgracia.
Mi amiga me miró desconcertada.

Nunca he olvidado el rostro ajado de esa mujer, su voz pastosa, su falda de vuelo.