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sábado, enero 13, 2007

Falda de vuelo

En ocasiones cojo las agujas de punto para lana bien gorda y me siento en la mecedora dispuesta a tricotar, observar y desgranar existencias ajenas. Es esa faceta de yaya con moño gris y blanco que no puedo, ni quiero evitar. Observo todo e invento las vidas de gente que va sentada al lado mío en el autobús, por la calle, en el mercado… Les miro de refilón y sin darme cuenta, ya que se trata de un acto tan reflejo como levantar la rodilla ante el martillo metálico del médico, invento lo que pienso que podría ser su vida.
Esto me ha llevado a encontrarme en situaciones surrealistas.
Recuerdo como si fuera ahora mismo, una noche que fui al concierto de un grupo de amigos, era la fiesta de una urbanización de ricos propietarios isleños. Un ambiente extremadamente relajado, aburrido y soso que me obligó a observar a mi alrededor. Unas niñas correteaban entre los adultos empujando y gritando. Estaban fuera de lugar y de vestimenta para su corta edad, de no más de seis años.
Observé en sus idas y venidas que el origen de sus movimientos era una mujer joven, delgada, algo ajada para sus años, vestida con una falda blanca de algodón con vuelo que le llegaba hasta los pies y una camiseta roja. Nada en ella era especialmente raro, pero nada en ella era normal. Bailaba sola al son de la música que sonaba de fondo, mientras los numerosos grupos se tomaban una copa y charlaban y nosotros hacíamos nuestro papel de fans desatados. Las niñas corrían y chocaban contra ella con sus largas melenas y sus mayas ajustadas de adolescentes. Ella les acariciaba casi sin mirarlas y sin dejar de sonreír seguía meciéndose al son de la música.
− La oveja negra de la urbanización perfecta− le dije a una amiga.
−¿Qué dices?
− Observa a esa mujer, los vecinos no la aguantan, nadie le habla, está medio ida, seguramente tiene problemas de drogas o alcohol y no se van a molestar en saber por qué. Puede que le hayan abandonado con sus dos niñas y ella sólo quiere largarse de esta mierda de lugar.
− Estás fatal − me dijo riéndose− si está tan normal con sus hijas viendo el concierto, qué ricas son...
Cuandi fuimos hacia los aparcamientos, era una noche cerrada y no había luces, una extensión de cemento y oscuridad inmens.
Junto a uno de los coches un amigo nos esperaba fumando un cigarrillo, ella estaba con él. Movía su cabeza de manera poco coordinada, y con la mano movía la falda como si siguiera bailando. Él hizo un gesto de auxilio desesperado para que nos acercáramos y fuimos hasta allí.
− Te doy lo que quieras por un cigarrillo − le repetía una y otra vez al chico acercándole su aliento cargado de alcohol. Sonreía e intentaba desplegar unos encantos que vista de tan cerca, no sólo no tenía, sino que probablemente había perdido hacía mucho tiempo. Demasiado pronto. Un rostro cargado de señales de todo tipo
− Te doy lo que quieras, pero dame ese cigarrillo y llévame contigo. Sacarme de aquí…− su sonrisa se retiró para dar paso a un puchero desesperado.
Se tranquilizó, después de conversaciones incoherentes, de ofrecer su cuerpo insistentemente a nadie en concreto, para finalmente irse.
La miré caminar en la oscuridad con su falda de vuelo blanco, un caminar cansino hacia las luces y la música que sonaba lejos. No podía dejar de hacerlo, me la habría llevado lejos con sus niñas, esas hadas diminutas con mayas apretadas para salvarlas vete a saber de qué. Era como si fuera culpa mía, como si hubiera inventado realmente su desgracia.
Mi amiga me miró desconcertada.

Nunca he olvidado el rostro ajado de esa mujer, su voz pastosa, su falda de vuelo.