lunes, noviembre 10, 2008

Entre el techo y el suelo


4 de julio 
Al llegar a casa he sentido que había alguien. He subido a su estudio y he visto que no era así. Solo está él sentado en el suelo. Seguramente trabajando en alguna idea de un proyecto y no he querido molestarle. He bajado las escaleras de madera sin tan apenas hacer ruido. Para qué mentir. No tengo ganas de hablar con él. Ni de que él tenga que hacerlo conmigo. Ya no me escucha y yo tampoco. Antes se lo decía de broma, cuando se levantaba de la mesa de trabajo con el pelo alborotado. Ahora ya no hay ni siquiera ironía en nuestra vida, mucho menos en nuestras conversaciones.

Al levantarme me he dado cuenta que no estaba en la cama. Ni siquiera ha venido a dormir. Su lado está intacto. Ni una sola arruga. Lo que me ha hecho recordar lo poco que me muevo mientras duermo. Sigue en su estudio. Subo antes de irme a trabajar. Está todo patas arriba. Ha arrancado el papel de una de las paredes y apoya la cara contra ella. Parece dormido. Le grito que qué demonios ha hecho. Se despierta sobresaltado y veo que lleva sobre la cara las marcas del horrible estucado que inicialmente cubría esa pared.
Masculla algo, que es para el trabajo o algo así, y me da la espalda. Apoya la otra mejilla en la pared quedándose en una especie de letargo desesperante.

Ha pasado una semana. Ya ni siquiera me contesta. Ni siquiera sé si come lo que le subo. Cuando vuelvo por la noche todo es un caos. Nuevo, diferente del anterior. Va arrancando las capas de esa maldita pared como el que pela una cebolla. Ya ha quitado el estucado, luego dos capas más. Hay restos de diversas vidas y épocas sobre el suelo. Por la noche, de madrugada, no sé en qué momento, lo recoge y al día siguiente vuelta a empezar.

– Acabaras sin pared maldito loco.
Le grité un día. Y no sé por qué eso pareció calmarle. No volvió a arrancar nada más. Le dejó tranquilas las pocas entrañas que le quedaban. 

No responde a mi cariño, ni a mis gritos de madre en apuros, ni a mis suplicas de esposa desconsolada. He probado con todas las clases de plañideras de pago y auténticas que existen y no hay nada que hacer. Y esa horrible sensación de que alguien me observa.  Cada paso. Cada gesto. Que sonríe. Algunas veces incluso  creo escuchar sus carcajadas mientras observa cómo nos alejamos tanto que ya ni siquiera podemos escucharnos. Y ese olor a humedad que circula a su antojo por nuestras vidas.


29 de julio

– Ya no sé qué puedo hacer. Antes aún me contestaba aunque fuera un monosílabo. Ahora ni eso. Pasa las horas y los días en el suelo apoyado sobre esa pared.

– ¿Qué situación laboral tiene?
– Es arquitecto y estaba estudiando un posible proyecto. 
– Ya, y no lo ha conseguido.
– Pues es que no lo sé. Yo suponía que sí, que por eso estaba todo el día encerrado en el estudio. Pero ahora me hace usted dudar.  ¿Pero lo ha visto? No se levanta del suelo con las narices pegadas a la pared. 
– Podría tratarse de un caso de depresión. Puede arrastrar este problema desde hace tiempo y es ahora cuando ha explotado. 
– No me cuadra. Él no es así. Demasiado orgulloso para deprimirse.
– Esa actitud no es la correcta si pretende ayudarle.
– Lo siento, pero verlo ahí como un...
– Sí, está claro que necesita ayuda. 
– Sí, está claro. Y que yo no puedo más. Ha dejado de darme pena. Ha dejado de darme todo.


Al pasar las yemas de los dedos de arriba a abajo por la pared notó como ésta se erizaba. Se erizó como si se tratara de la piel de una adolescente enamorada. Se separó sobresaltado y pensó que llevaba demasiadas noches sin dormir. Demasiadas noches y días ahí arriba encerrado en proyectos inexistentes, solo por no tener que salir fuera. Pero al volver a acercar las manos volvió a sentirlo, a sentirla. Le arrancó las horribles telas que la cubrían y fue entonces cuando notó que se comportaba como una mujer desnuda avergonzada de su cuerpo. Cuerpo lleno de bultos, de granos de piedra y yeso que a él se le antojaron hermosos. Pasó toda la noche besándolos, acariciándolos, durmiendo sobre su bello,  frío e imperfecto cuerpo.
Decidió dejarla lo más bella posible. Era arquitecto, era su trabajo, su especialidad. Armado como el mejor de los cirujanos plásticos de Hollywood, le arrancó todas las partes sobrantes, hasta que se dio cuenta que si seguía intentando quitar lo terrible que la había ido cubriendo con el tiempo, se quedaría sin nada, sin ella. La bruja de su mujer por una vez podía tener razón. Así que se limitó a dormitar a su lado. A vivir a su lado.
Ahora ha decidido traerle un médico. Eso es buena señal, señal de que ha claudicado, de que pronto se irá y les dejará tranquilos y en paz. Eso espera por su bien. Ya no sabe cómo frenar el odio que su mujer despierta en ella. Cuánto tiempo podrá y querrá sujetar su mano húmeda antes de que la atrape. Sabe que cuando él se aleja la persigue entre el suelo, el techo, las paredes.  

El buen doctor y ella han entrado en el estudio como si no hubieran interrumpido nada. A nadie. Y al marcharse su mujer cierra la puerta de golpe. Como siempre. Él sabe que lo hace a idea. Para dañarla, para hacerles daño.

– Ay – se escucha a ras del suelo. Es un leve, casi imperceptible quejido de hembra herida. Y él como tantas veces se agacha y coge el pequeño pedazo de pared que ha caído por el golpe. Lo acaricia y con la ternura de quien ha curado muchas veces esas pequeñas heridas, se prepara para hacerlo de nuevo.

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