Aquí os dejo un fragmento de Cinema Apocalipto.
Una mujer, un perro y la belleza, la dignidad de volver.
Virginia, Robin y los espejos
Robin la mira. Se desparrama en el suelo y deja sus once tetitas rosas y sus cuatro patas disparando al techo. Virginia sonríe. Se agacha y le rasca de arriba abajo. Esta se revuelve, le chupa la cara, el pelo, ladra... Virginia ríe, y siente que esa risa dispara al miedo.
Miedo a lo desconocido, a los comienzos en ese lugar al que no parece querer llegar nadie. Y en cambio, mientras la luz se cuela como un okupa entre la lomera de Robin y el sofá de terciopelo azul, se siente en casa.
Ve desde la ventana cómo se encienden las luces del Cine Bahía. Sonríe.
Por fin sonríe. Como siempre. A todas horas. Siempre había reído, tanto. Por todo, a veces incluso se sentía como una cría, por no saber parar, y mucho menos querer dejar de hacerlo.
Pero, ay, los peros… Recuerda cuando le robaron la risa. Cuando él se la robó. La atrapó como tantas otras cosas suyas que se perdieron poco a poco, entre risas, sí, pero risas contaminadas.
Recuerda cuando sus movimientos parecían moverse entre cristales rotos. Entre telarañas con hilos invisibles que la atrapaban para luego dejarla caer cuando estaba en lo más alto. Cuando menos lo esperaba. Lo recuerda. Claro que lo recuerda. Y le hace temblar.
No hay nada que produzca tanto temblor como el eco profundo de un alma que ha sido vaciada a cucharadas. Con la fruición de quien tiene un hambre tan voraz que no va a dejar nada.
Así se quedó ella. Vacía. Así la dejó él. Después de jugar.
El juego de los espejos.
Fue tanto tiempo el reflejo de ese hombre que, en algún momento —como si se tratara del dios de los vampiros—, ella ya se había vuelto invisible.
Se diluyó. Como agua que cae, y por más que intentes atraparla y que suba de nuevo, que dé forma a esas piernas, a las caderas, a los pechos, a esa cara extrañada… no para de fluir hacia abajo, y no hay manera de atraparla entre los dedos.
Desapareció. Sin más.
Ahora a veces mira sus manos y aún le parece que se mueven como olas de un mar pequeño. Como un río que lleva una corriente continua, y tiene que mirarlas dos veces para darse cuenta de que ya no.
Ya no más.
Están ahí. Ya no son agua. Ya son de ella.
Ya es ella.
Recuerda también el principio. Cómo reían. Cómo Robin saltaba entre ellos y jugaban los tres como niños que no necesitan nada para ser felices. Cuando las grandes orejas versallescas de Robin se entremezclaban con los rizos de ella y él las miraba.
Cómo él le hacía sentir tan bonita por fuera y por dentro.
Claro que recuerda esas miradas. Y los besos. Las conversaciones de miles de horas. Las risas.
Cómo empezó el juego no lo sabe. Y ahí estaba, jugando sin reglas. Entregando amor, recibiendo extrañeza. Cuidando, recibiendo recelo. Sabía cómo estaba él, pero no podía recordar cuándo fue la última vez que él le preguntó cómo estaba ella.
Tantas lágrimas. Por no entender. Por solo querer. Sin más. Por la culpa de sus propias reacciones. Por llorar. Por el temor de perderle.
Porque siempre todo fue un juego para él. Con solo unas reglas. Las de él.
El castigo de la indiferencia, o el premio. El premio que, de vez en cuando, se le da a un perro —igual que ella le daba a Robin cuando no robaba los calcetines por la noche—.
Para luego volver a alejarse.
Volver. Alejarse. Volver. Alejarse. Volver.
En un bucle tan infinito que no sabía si estaba al principio o al final del tablero.
Esa tarde, en esa mesa en la que se sentó antes de ir a casa, agotada del trabajo, cargada de cajas... no lo vio. No le dijeron: “¡Mira quién está ahí!”. Estaba demasiado cansada, por eso se quedó en la entrada. Era la última persona que esperaba encontrar allí. Lo sintió cuando estaba a su lado. Junto a su espalda.
Y él pasó de largo.
No le tocó el hombro. No se paró. No la llamó por su nombre. Ese, que solo sonaba a su nombre cuando lo decía él.
No la abrazó. Besó.
Ni siquiera la saludó. Pasó.
La borró. Sin más.
La hizo desaparecer.
Le dijo adiós con la mano ya en la puerta, a través de un cristal, como despides a los pasajeros de un tren fantasma.
Y se marchó.
Aún se escucha el ruido de la silla de ella al levantarse.
Esa noche cogió sus botas negras, se ató los cordones con calma, como quien tiene toda una vida para hacerlo, y dijo:
—Ya basta, Virginia.
Desde el suelo, Robin bailaba claqué. La miró y comenzó a mover el rabito. Le hacía mover el culo hacia el lado izquierdo como si bailara una samba. Su mirada. Esa mirada feliz, que siempre —pasara lo que pasara, en cualquier mundo— la miraba igual. Siempre la veía más bonita que a ninguna.
Ese reflejo. Ese espejo de ojos puros. Ese puto salvavidas de cuatro patas, de lomera negra y blanca, que llevaba tantos años dejándole la ropa llena de pelos de colores.
Le puso el peto rojo a Robin.
Cogió la correa de la entrada y se marchó.
Y llegó aquí.
Y por fin volvió.