El Cine Bahía llevaba años iluminando la calle estrecha que lo mantenía oculto. Oculto de miradas que no quisieran verlo, de amores prohibidos, de manos que trepaban por faldas de lana y lino, por pantalones; robos de besos sin la menor traición. Amantes y amores escondidos. Prohibidos. Delante y detrás de la pantalla.
No podría recordar cuántas veces había tocado Sam al piano, una y otra vez: “Time goes by...”; ni cuántas veces Tara se había arruinado, secado y vuelto a cultivar. Aunque sí recordaba, como si fuera hoy, el sonido del guante de Gilda resbalando por su brazo. Las caídas del inspecteur Jacques Clouseau de la Sûreté por ventanas y puertas. La mirada de Igor. Todos tenemos nuestros propios momentos fetiche.
También podría citar miles de películas que explican cómo y cuándo llega el Apocalipsis. Lo mismo da que sea por culpa de habas gigantes que escupen hombres tan perfectos como insípidos, platillos volantes con forma de ensaladera, o Drácula con maquillaje.
Lo que nunca imaginó es que sucedería allí: en sus calles, en las personas que tan bien conocía. Personas que sentaban sus culos y sus almas por unas horas a oscuras, en las butacas de terciopelo granate.
Que el Apocalipsis llegaría sin ruido. Que desaparecerían sin saber dónde buscarles. El peor de los guiones: un Apocalipsis en silencio. Y que, después de irse, los dejarían solos. A ellos. A los más fieles. Nobles ayudantes de vida.
Los perros del olvido.
Y él quería hacer algo para impedirlo.
Y no sabía qué, salvo seguir abriendo las puertas.
Iluminando el mismo tramo de calle cada noche, como si nada hubiera pasado.
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