Ella observa atenta al hombre forzudo que levanta en una mano una gran pesa, que se le antoja de plástico, mientras en la otra sujeta a una bailarina como si también lo fuera.
Él en cambio la observa a ella. Está sola. Tiene el pelo largo y enredado en un pañuelo entre el cuello, los ojos muy abiertos, los rizos... Y unas horribles botas. Aplaude con entusiasmo cuando el espectáculo termina.
Se vuelve y también lo mira. Al hombre de los ojos claros. Nunca es capaz de distinguir el color.
Los dos sonríen. No saben bien por qué. Quizá porque suena música por todas partes, por el ruido de las atracciones, las voces y gritos de la gente. Allí todo se entremezcla en un cóctel imposible de no beber de un trago. Hasta las luces suenan. Una orquesta en un pasacalles improvisado pasa por delante, ella le tiende la mano.
– ¿Bailas?
Él le responde cogiéndola por la cintura, dándole tantas vueltas como la noria que les cubre las espaldas. Algunos curiosos aburridos de sus propios pasos los miran bailar. Ellos ríen, giran. Giran. Y giran.
Y sin soltarse recorren esas calles en círculo infinito que solo la magia decadente de un carnaval de luces esconde. Feria.
De la noria, pasando por la casa del terror. Del terror a la atracción más peligrosa. Ella no quiere. Él la mira sorprendido. No parece una persona que tema algo tan absurdo. Ella se da cuenta y sube. Tiembla. Y ese no disimular su terror ridículo la vuelve aún más bonita. Le daría un abrazo. Le diría que no tiemble. Que no va a pasarle nada. Que no va a dejar que le pase nada. Pero ella lo mira como si supiera que va a hacerlo. Decirlo. Parece ofendida. Y él solo le sonríe. Y no dice. No hace nada. Ni ella. Aterrada. Pero no dice nada. Ahora piensan cuántas veces deberían haberlo hecho. Dicho.
Aún tambaleándose corren hacia la verbena. Ella tiene su piel blanca casi transparente. Como un libro sin letras. Dice él. Pero aún así no para de reír.
Brindan. Por ellos. Por todos. Con todos. Hacen de la fiesta su propio mundo. Y bailan. La orquesta toca solo para que baile. Y él. En esa verbena con ella.
Y hablan. Él le cuenta de su vida. Ella de la suya. Pero él no quiere conocerlo todo. Sabe que si se cuentan los mejores rincones y secretos, las luces de la más brillante de las atracciones pueden apagarse. Y no quiere eso. No con ella. Ella le hunde la mano en los rizos y le despeina el pelo.
Los besos.
Le observa cuando no se da cuenta. Esas ganas increíbles de ser niño. Habla con gente, mientras brinda como si el día antes del apocalipsis pudiera llegar en cualquier momento. Y siente que lo conociera de antes. De antes de tanto, que ni recuerda.
Él la mira cuando baila. Siempre le gustó hacer reír. Pero aún le gusta más escuchar cómo ríe ella. Con él. De todo. Todos.
Las horas pararon. Paró el tiempo que dejó su rutina absurda de contar, para dejarse arrastrar, atrapar entre luces y ruido. Como ellos. Atrapados en más fiesta, bailes. Más besos. Los besos... Feria.
Tanto de tanto que llegaron hasta la atracción de los espejos. Nunca habían entrado allí. En la primera sala se vieron altos, con frentes enormes. Risas. En la siguiente sala un millón de reflejos. Se miraron, pensando que nunca serían como esas imágenes aburridas que proyectaban los demás. Se soltaron, solo un momento, y el laberinto de espejos les devolvió tantos reflejos de sí mismos, que no supieron por dónde seguir. Se perdieron. También las risas. Se llamaron, pero solo escucharon el eco rebotando y escupiendo su voz aturdida en cientos de sus caras. Él daba vueltas en círculo buscándola. Ella también. Vueltas alrededor de cientos de sí mismos. No pararon de buscarse. Hasta que al final encontraron la salida.